Solo un pensamiento...


Las palabras dichas son llevadas por el viento y olvidadas la mayoría de las veces, pero las escritas no conocen de tiempo, son perennes. En honor a ellas; algunos de mis trabajos. 





miércoles, 21 de enero de 2015

Los espíritus del tepuy

 


Daniel Murolo
Fotos: Ruben Herrera
Vive allí, dentro de una de las formaciones geológicas más antiguas de la Tierra, desde el Precámbico - dos mil millones de años-. “Es el guardián del tepuy”, aclara Michael, cuyos antepasados, todos de la etnia pemón, juran que en algún momento de sus vidas vieron salir, desde las entrañas de la montaña, las bocanadas de fuego que emana Ñaguarí.
Michael Pinsón es Taurepan, uno de los tres grupos que conforman los Pemones, descendientes directos de los Caribes, tribu nómada y guerrera proveniente del Amazonas que tiene aproximadamente 300 años en la Gran Sabana, hogar de ese enorme animal con aliento de fuego. 
 Michael es rápido, silencioso y observador. Con la destreza que caracteriza a sus antepasados prepara su guayare –bolso de confección artesanal- en el que carga hasta 60 kilos de peso, generalmente de turistas, que desean subir hasta la cima del tepuy.
“Existe un dragón que vive dentro del Roraima, le llaman Ñaguarí, hay que respetarlo, la gente ha visto el fuego que expulsa”, sentencia el  joven de 18 años mientras desencaja de sus hombros la pesada carga y se apoya sobre una piedra.
Mira fijamente la montaña mientras habla de ella, pero no siempre fue así. La primera vez que la subió como “porteador” jamás vio de frente a la “madre de todas las aguas”, todo el trayecto lo hizo con la mirada fija al piso, observando el camino, sin levantar la cabeza.
Tenia entonces 12 años de edad y sobre sus hombros soportaba 12 kilos de peso. Una cocina, bombona, carpas, ropa y granos, llevaba dentro del guayare que había confeccionado con sus propias manos.  “Mi mamá me dijo que no podía verla de frente –al Roraima- porque me podían llevar los espíritus”, recuerda.
Son los mismos espíritus que habitan el tepuy y que comparten morada con Ñaguarí, ese enorme guardián con apariencia de gran lagarto o cocodrilo, con alas, boca que escupe fuego, cuernos y gran ferocidad.
Michael, al igual que sus 5 hermanos y 3 hermanas, es de complexión media, rasgos finos y físico esbelto. Desde chiquito siempre quiso ser “porteador”, oficio que ejerce actualmente a la par de sus estudios de bachillerato, generalmente en temporada.
Baja la voz conforme se acerca a la cima de la sagrada montaña. “Si tiras piedras, hablas duro, gritas o cantas, puede venir un viento fuerte, llueve sin cesar” susurra, mientras señala con sus manos las nubes que abrazan las faldas del tepuy más alto de la cadena de mesetas de la sierra de Pacaraima. Sus ojos irradian respeto.  

“¡No puedo más!”, grita uno de los turistas mientras suelta el bolso que carga y se desploma sobre una piedra cercana a una de las cascadas tras caminar 15 kilómetros, en cuestión de segundo comienza la lluvia, la brisa, el frío. Los espíritus se molestaron. Michael lo advirtió.
Recuerda como si hubiese ocurrido ayer su primera noche en la cúspide de la meseta. Luego de caminar varios kilómetros, atravesar dos ríos y ser bañado por el “paso de las lagrimas” –último tramo antes de hacer cumbre-, debió enfrentarse no sólo al miedo que las historias de su tribu le provocan, sino también a las bajas temperaturas.
“Me estaba muriendo de frío”, con esta frase resume el joven las largas horas que debió dormir a la intemperie; esa noche, luego de dos días de caminata, su papá le dio permiso para que en su próximo ascenso pudiera ver de frente la montaña, eso sí “con mucho respeto”. 
 Desde entonces lo hace media docena de veces al año. En 6 días puede llegar a ganar 9 mil bolívares con una sola carga, el dinero lo reparte con su familia y guarda cerca del 30 % para comprar zapatos. La irregularidad del terreno, así como la humedad –paso de ríos y constante lluvias- “destroza” los calzados en cuestión de horas.
Por los momentos, Michael calza unas crocs que combina con un mono azul marca Nike y una franela marrón con el logo de Okley, espera que, con las ganancias de esta temporada, pueda comprarse unos zapatos de marca, resistentes, especiales para el trekking.
Atrás quedaron los guayucos. “Eso ya no se usa” dice entre risas, y es que desde hace ya muchos años, el pueblo Pemón se ha ido “modernizando”, remplazando su tradicional vestimenta por ropa criolla-occidental, incluso adoptado en muchos casos nombres comunes.
Lo que sí no abandonan es el respeto que sienten no sólo por los enormes tepuyes que los rodean, sino especialmente por los espíritus y criaturas fantásticas que los habitan.  “Esa señora –el Roraima- es la madre de todos nosotros y como buena madre, hay que quererla, respetarla y adorarla”.






martes, 6 de enero de 2015

El peso del Roraima


Daniel Murolo
Fotos: Rubén Herrera
“10 kg”, anuncia Paola tras recibir su Boarding Pass en el aeropuerto. “17 kilos”, remata Natalia, el de ella da miedo. El mío pesa 12,5 kg, la noche anterior pasé horas intentando que en él entrara la carpa, la bolsa de dormir, la media docena de franelas y medias, un trozo de jabón azul y el repelente. Un coctel de angustia y emoción se refleja en la cara de mis compañeros de viaje, son 15 en total, personas de diferentes puntos del país, de quienes poco conozco.

En Puerto Ordaz, primer punto de parada, el grupo se divide. Unos deciden reunirse en casa de Zeus, quien a diferencia de nosotros, los que volamos desde Caracas, se une a la aventura en esta ciudad; mientras que otros –entre los que me incluyo- se inclinan por esperar la hora de salida hacía la Gran Sabana en el principal atractivo de esta urbe: La Llovizna.

Son 165 hectáreas con 30 islas conectadas por caminerías y saltos inferiores del Caroní, se encuentra 5 kilómetros antes de la confluencia con el Río Orinoco. No sentir la llovizna que genera la caída de agua más alta del parque (20 metros de altura) o dejarse asustar por el ruido que hacen los monos al saltan de rama en rama, es imperdonable.

Cerca de la 9:00 de la noche llega el autobús. Sin saberlo, al menos no conscientemente, sus butacas se convierten en nuestro último contacto con el “confor” de la civilización; tras cerca de 10 horas de viaje y superar la falta de combustible del vehículo, finalmente llegamos a San Francisco de Yuruaní. 

Sendero hasta el campamento base


El de Paola, Natalia y el mío son ubicados junto a media docena más de bolsos en el techo de dos vehículos rústicos en el que nos trasladan por un camino de tierra hasta Paraitepuy, una población indígena conocida como la puerta del Roraima.

“Están listos, ahora es que comienza la aventura”, indica Alberto, el guía del grupo, mientras carga en sus hombros un guayare (bolso elaborado por los pemones) que duplica en peso al de cualquiera de los viajeros, y es que dentro del mismo lleva parte de la logística necesaria para 6 días de caminata.

Hasta el primer campamento son 13 kilómetros, se deben cruzar dos ríos (Tek y Kukenán) tras caminar a través de una sabana ondulante con algunos arbustos dispersos y árboles aislados, repleta de media docena de colinas con dos de los tepuyes más impresionantes de fondo: el Kukenán y el Roraima.

Llegamos con la noche, el ruido del río nos llama, nos seduce; armamos las carpas en 5 minutos, nos desvestimos y nos zambullimos en las heladas aguas del Kukenán. La noche nos regala un espectáculo de estrellas fugaces, la silueta de los arboles se hace patente con cada luz que atraviesa el firmamento. Andrea pide un deseo, todos nos unimos en silencio. 

Vegetación del Monte Roraima
“Hoy es el días más difícil”, sentencia el guía mientras nos prepara el desayuno, la advertencia cobra sentido cuando comenzamos la caminata hasta el campamento base. En total son 9 kilómetros de recorrido por un sendero en el que se ascienden 900 metros. No hablo, observo lo que me rodea, a lo lejos se precipita a tierra el salto Kukenàn, el cuarto más alto del mundo, es poco lo que se puede decir, saco mi cámara. Diversas especies de orquídeas, bromelias y helechos nos rodean.

El recorrido lo comparto con Rubén, Aldo, Laura y Diego. Al llegar la lluvia nos recibe, bajo ella buscamos un rincón donde armar las carpas nuevamente. Natalia, quien está de cumpleaños escoge un sitió único desde donde la Gran Sabana luce infinita.

Junto a Paola, Erick, Rafael, Wilmer y Carlos me escapo. Buscamos donde bañarnos, el ruido de una caída de agua nos atrae, caminamos por un caminos de charcos y barro 15 minutos hasta encontrarlo. La cascada tiene 5 metros de altura, el agua es tan cristalina como fría, ellos se bañan, yo simulo que lo hago, no puedo, se me congela hasta la risa. 

Amanecer desde el campamento base


De regreso al campamento cae la tarde, el horizonte se pinta de naranja intenso, las paredes del Roraima lucen próximas y cambian de color conforme se esconde el sol, se tiñen de dorado. Rubén saca su Canon, logra inmortalizar uno de los atardeceres más increíbles que he presenciado. Las vistas son puras postales.

Amanece. Salgo de mi carpa, desayuno moras, mi “hogar” temporal está rodeada de un centenar de matas de esta fruta. Guardamos las carpas y el bolso vuelve a mi espalda. Es la última jornada para alcanzar la cima del Roraima, exige una caminata de solo 4 kilómetros para subir 1.000 metros más de altura.

La vegetación cambia, de los altos árboles cuelgan enormes helechos, los primero kilómetros son prácticamente de escalada, la neblina cubre la montaña y sólo por minutos nos permite ver la sábana. La pared del tepuy está literalmente al alcance de nuestras manos, el cansancio es vencido por la emoción. 

Cae la noche
El “Paso de Las Lagrimas”, un par de cascadas que caen desde la cúspide bañándonos a nuestro paso, nos anuncia que estamos cerca. Vuelve la lluvia, con ella el viento y el implacable frío. La tortuga voladora, una piedra enorme con forma de este animal, nos confirma que estamos en la cumbre.

Laura es la primera en toparse con uno de nuestros anfitriones. Del tamaño de una de las uñas de su dedo, la pequeña ranita tiene la piel idéntica a la textura de las rocas que dominan el paisaje del tepuy, son únicas en el mundo, pues no saltan, sino caminan. Por 5 minutos se convierte en el foco de todas las cámaras, como si atravesara una alfombra roja bajo la lluvia.

Los ponchos son insuficientes para protegernos del temporal, el viento es inclemente y nos hemos equivocado de hotel (cavernas en la que se arman los campamentos). “El Roraima está inundado”, advierte Alberto, el agua, en algunos puntos casi nos llega a las rodillas, nos toca caminar hasta otro hotel, cae la noche y con ella llega el desespero, el miedo, en ese momento entiendo perfectamente el significado del nombre del milenario tepuy sobre el que nos encontramos, “madre de todas las aguas”, sin duda lo es.

La noche se hace interminable, la temperatura se ubica por debajo de los 7 grados, me abrigo con una licra sobre la que coloco un mono, dos pares de medias, una franela, un sueter y sobre este una chaqueta con capucha, me envuelvo en la bolsa de dormir, me tiembla hasta el alma, estoy a 2.800 metros de altura bajo un incesante palo de agua, jamás en mi vida había deseado tanto un rayo de sol.
Amanecer en la cima del Roraima

La adversidad se disipa en segundos. Esa mañana (4to día) sólo bastó pararnos y observar el Roraima bajo los primeros rayos del sol para querer quedarnos allí para siempre.

Es difícil –por no decir imposible- describir la imponencia del Tepuy que inspiró a Arthur Conan Doyle en su novela “El Mundo Perdido”. Hay que estar allí para entender como no hay en español ninguna palabra para definir esa extraña belleza de piedras negras, infinitos silencios, caminos y piscinas de brillantes cuarzos, hogar de la ranita - la que se topó Laura-, plantas carnívoras y un grillo que nada.

Ese día nos bañamos en los jacuzzis, nos asomamos a El Abismo, caminamos por el Valle de los Cristales y dormimos una vez más en una de sus milenarias cuevas para iniciar al día siguiente el descenso a la realidad.

“Señorita su bolso pesa 11kg” informa la encargada de la aerolínea a Paola, quien asombrada replica “pesa más de cuando llegue, pero si le saqué la carpa”. Lo que no saben Paola, Nerio, Carlos, Erick, Rafael, Wilmer, Rubén, Zeus, Andrea, Laura, Diego, Cristian, Natalia y Aldo es que cuenta la leyenda que quien sube el Roraima baja siendo otra persona, y es cierto, regresas amando (aún más) este pedazo de tierra llamada Venezuela y eso pesa, pesa mucho. 

Grupo Roraima 2014