En la mansión de Doña Dionisia
se hospedó la tristeza y la esperanza
La casona albergó no sólo a parientes del General Gómez, fue sede de un puesto de socorro donde eran atendidos algunos tuberculosos, asilo fundado por una mujer menuda y apretada, a quien llamaban por sus votos religiosos, la madre María de San José.
Daniel Murolo
La Región
Al difundirse la noticia de que había muerto el Benemérito, la gente enfurecida saqueó en todas partes las casas gomeras, entre la que se encontraba la quinta de Doña Dionisia, una mansión ubicada al lado del Puente Castro, que fue arrasada y despojada de los muebles, pinturas y enseres que no pudieron salvar sus habitantes.
“Sólo quedó el cascarón”, recuerda César Gedler, profesor de la UPEL y autor del libro Tren sin Retorno -próximo a ser bautizado-; “hasta las puertas y ventanas fueron arrancadas por los que buscaban saciar su anhelo de justicia en un país que tenía casi treinta años gobernado por una sola voz”.
Tras la euforia, fue reconstruida para convertirla en la casa de “La Sopa”, un comedero de caridad, atendido por un grupo de señoras a quienes llamaban cariñosamente “Las Samaritanas”. “Se trataba de un plato de sopa con un patraquee de fororo y un pedazo de pan, que les servía a los menesterosos para aminorar el hambre y el frío”, recuerda Gedler.
Pocos recuerdan las características de la casa de Doña Dionisia. Era una estructura amplia de dos plantas en forma semi circular, buscando el estilo arquitectónico norteamericano del tiempo de Abraham Lincoln, Presidente que, según los tequeños de la época, aparecía de tarde por la oscuridad que producían las enredaderas que abundaban en la casona.
Como casi todas las casas en ese tiempo -recuerda el escritor-, las pintaban de blanco con rejas negras y ventanales marrones, paredes con alto arabescos en relieve y pisos de lapislázuli y mármol; pero a diferencias de otras mansiones tequeñas, la casa gomera tenía sembradas muchas trinitarias en la entrada principal después del patio anterior que daba a la calle.
Un lugar de tristeza y esperanza
Gedler, quien se desempeñó por varios años como coordinador de la extensión cultural del Instituto de Mejoramiento Profesional del Magisterio, mantiene fresca en su memoria la historia de esta particular mansión. “Antes de 1900, Doña Dionisia había llegado de los Andes, de donde la trajo el general Gómez con todos sus hijos para vivir en Caracas, cuando se instauró el poder andino en Venezuela, pero la enfermedad de uno de ellos obligó más tarde a la matrona y al enfermo a vivir en Los Teques, con la esperanza de verlo repuesto del mal pulmonar”.
Por esa razón -agrega el autor de Tren sin Retorno- escogieron aquella casa con una pagoda cerca de la entrada, en medio de los jardines exteriores, para vivir el tiempo que necesitaran hasta una recuperación que nunca llegó.
- Pero no fue la última vez que en aquel caserón se vio entrar la enfermedad y la pobreza, como un destino marcado, porque más tarde sirvió de sede a la Cruz Roja, un puesto de socorro parecido a un hospital a donde llegaban también algunos tuberculosos, pero con más recursos que los albergados pobremente en el Padre Cabrera, un asilo fundado por una mujer menuda y apretada, a quien llamaban por sus votos religiosos, la madre María de San José.
Gedler recuerda como antes que se disipara la neblina, cada domingo llegaba en el tren puntualmente con un ramo de flores en la mano y un broche en la solapa, el prometido de una mujer joven y bella que estaba hospitalizada con el mal de la época.
- Cuando salía un poco el sol mañanero, se sentaban en aquella pagoda a contarse menudencias y aunque la tos que ella intentaba disimular manifestaba cada vez menos señales de recuperación, hasta el día en que ella murió el prometido le cantó para alegrarla y la hizo soñar con las promesas de una vida compartida entre los dos, en la que serían dichosos para siempre.
Recuerda que entró por primera vez a aquel lugar de “tristeza y esperanza” cuando en la antigua casa de Doña Dionisia empezó a funcionar el colegio Padre Machado y el director alquilaba la piscina los domingos a los muchachos del sector.
- Me parecía un verdadero regalo poder pasar todo un día saltando desde aquel trampolín haciendo competencia con mis amigos a ver quien se tiraba el mejor clavado. Pero fue en las noches siguientes al terremoto de Julio que dormí con mi familia y otra gente en unas colchonetas que pusieron en el piso y en los patios de la mansión, por miedo a que si volvía a temblar nos cayera encima el techo de la casa donde vivíamos.
La rabia ciega
A los pocos años llegó lo que Gedler denomina “la rabia ciega” que se apoderó del Los Teques y fue destruyendo cada lugar que mostrara algún indicio con la tradición. “Ya la voracidad insaciable había acabado con la mansión de la Hoyada donde el tractorista encontró un tesoro y la casa de las monjas al lado del banco Miranda, y de la Estación de tren en la Bermúdez, no quedaba ningún rastro de los rieles, sino una avenida con una isla en el centro y algunos edificios de cada lado.
- Después le tocó a la estancia de Doña Dionisia. Los camiones se llevaban los escombros donde aquel enamorado había llorado la muerte de su prometida, y el comedor en el que se habían alimentado los pobres de solemnidad, y los salones donde una vez estuvieron las pinturas de artistas reconocidos. Apenas quedaron alrededor de la explanada donde estuvo la Cruz Roja algunos sauces que se fueron secando, y la mirada de los constructores en el quiosco de Mario, al frente, y al que también le pusieron la mano después que construyeron las dos torres del Tamarí, donde atendían las Samaritanas.
Yo estudié en ese colegio antes que hicieran las Torres del tamari.
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